Retazos de una vida.
Quinta parte

Mis precarios ingresos se compensaban con trabajos extraordinarios que, por aquellas fechas abundaban. Estudiantes hispanoamericanos descubrían que en España se les daban facilidades para obtener doctorados aderezados con diversiones y nuevas amistades. Sus becas les proporcionaban lo necesario para disfrutar lo que habría sido inaccesible en otros países. Muchos contrataban a pasantes o licenciados para hacer búsquedas de bibliografía, fuentes de archivo, paleografía… y también redacción de capítulos y, en algún caso, mucho más. Los compañeros compartíamos experiencias y nos reíamos de los “doctorados turísticos”.

 

Estoy de acuerdo con ustedes en que eso de ser “fantasmas” para obtener títulos académicos era algo inmoral. Supongo que también lo sabía en 1953, 54, 55… pero solucionaba mi problema de subsistencia. Lo más frecuente era que me pidieran apoyo para localizar bibliografía y fuentes primarias o secundarias y fichar lo relativo a determinados temas. Pero también hubo quienes me pidieron mucho más y luego se vieron en apuros para defender ante un jurado examinador lo que no podían recordar porque no tenían claro algo que quizá no habían investigado ni escrito ellos.

Lo que me faltaba de seguridad laboral me sobraba de libertad y nunca perdí mi conexión con el Seminario de Indigenismo (así se llamaba) de la Facultad de Filosofía y Letras. Y, por alguna influencia o casualidad, hubo viáticos en el año 1959 y me designaron como representante del Seminario en el IV Congreso Indigenista que se celebró en Guatemala del 16 al 26 de mayo de ese año.

Mi licenciatura, que estudié concienzudamente, incluía geografía e historia  (desde el paleolítico hasta el siglo XX) con alguna insistencia en economía y política de las últimas décadas,  de todo el continente americano. Mis voraces lecturas de los últimos meses y semanas contribuyeron a enredar un poco mis ideas. Resumiendo: francamente, no sabía nada.  Y mucho menos imaginaba la fiesta de celebridades con las que me iba a encontrar.

En cuanto a la historia previa a 1492, sabía que “las poblaciones precolombinas dependían del cultivo del maíz, construían templos en pirámides y tenían jerarquías de mando en distintos niveles”. Como materias adicionales, con la ayuda (y amistad) del Dr. José Alcina, también estudié algo de lengua náhuatl y la historia de los aztecas. Con esa información y una superficial lectura de George Vaillant, aterricé en suelo guatemalteco el 15 de mayo de 1959.

El congreso habría impresionado a cualquiera más experimentado, pero a mí me abrumó. En los programas encontraba nombres que había leído y se mencionaban temas que apenas podía ubicar. Ni siquiera acertaba a qué sesión acudir. Me quedaba pasmada oyendo a quienes hablaban de Brasil, Ecuador, Perú, Costa Rica… Hasta que fue Darcy Ribeiro quien me buscó y se convirtió en mi tutor. Reitero y aclaro: nada más que mi tutor, muy en contra de su intención. Sin duda los compañeros pensaron algo diferente. De nada habría servido una declaración pública de virtud cuando mi reputación a nadie le importaba y la suya de mujeriego invencible habría quedado en entredicho.

Para quienes han conocido desde la infancia la historia de México (o de cualquier otro país americano) debe de ser difícil imaginar lo que significó que las primeras ruinas prehispánicas que conocí fueron las de Tikal, cuando todavía aparecía, “milagrosamente”, en medio de la selva. La primera ciudad colonial fue la señorial Antigua, la que sepultó el volcán. El primer tianguis lo vi, sentí, olí y hasta saboreé, en una plaza frente al recinto del Congreso, ya en compañía de Darcy Ribeiro. El primer museo de arqueología y antropología  de la mano de don Carlos Samayoa. Las primeras excavaciones en Kaminal Juyú, con los arqueólogos responsables, que me regalaron un lindo perfumero.

Más que las sesiones de trabajo me emocionaron las conversaciones con personajes amistosos como Doris Stone, representante de Costa Rica y aun con los hostiles, como Natalicio González que burlonamente me preguntó “¿en qué parte de América está España?” Y yo, joven, inexperta y demasiado pedante y presumida respondí “en todas”. Lo curioso es que, tras reconocer mi impertinencia de hace más de 60 años, pienso que hoy respondería algo parecido porque nunca he estado tan convencida como ahora de nuestra necesidad de cercanía, solidaridad y colaboración entre quienes gozamos de una riqueza cultural y unos problemas materiales inmediatos que quizá unidos podríamos aliviar.

Fue muy cortés y amistoso Guillermo Townsend, al que creo que confundí con su padre (el fundador del Instituto Lingüístico de Verano) y quien me proporcionó contactos con las investigadoras que por entonces, trabajaban en Guatemala. A ellas las conocería un par de semanas después. Admiré su trabajo y respeté su tarea, tan útil para los historiadores y tan difícilmente explicable para quienes no esperamos ni deseamos encontrar en otro mundo a nuestros antepasados.

Me preguntaba por la ausencia de México y alguien me explicó que México desconocía el gobierno ilegítimo del presidente, Miguel Ydígoras, sucesor del golpista Castillo Armas, que derrocó al presidente legítimo Jacobo Arbenz, refugiado en México. Mis amigos, los Arriola (y en especial Aura Marina, con la que luego viví en México), habían sido colaboradores de Arévalo y de su predecesor Arbenz.

Por fin estaba aprendiendo algo de América que no me habían dicho en mis cursos de Licenciatura. Ese aprendizaje me enseñaba que todos mis conocimientos eran humo frente al fuego que ardía entre la riqueza del pasado y las tragedias del presente. Terminado el congreso mi decisión no era dudosa: no podía regresar a España a perpetuar mi ignorancia. Había encontrado mi mundo y tenía que merecerlo. Claro que tampoco había relaciones diplomáticas entre México y España, pero mis maestros se habían comunicado con  sus conocidos en el INAH (en particular Silvio Zavala) y en el Instituto Panamericano de Geografía e Historia (Ernesto de la Torre Villar) que gestionaron mi ingreso a México. Sólo tenía que esperar y no tenía más dinero que los quetzales (en valor equivalente al dólar) que me pagaron por dos conferencias, muy exitosas, una vez que acabó el congreso. Con la asesoría y protección a distancia de don Carlos Samayoa, inicié mi visita a la provincia de Alta Verapaz, que fue otra experiencia inolvidable.

La orquídea blanca es símbolo de la región y las orquídeas adornaban las carreteras, las casas y, por supuesto, también los excusados comunitarios en lugares como Tactic, donde hice uso de ellos y de la ducha a cubetazos. También me fascinó el mercado indígena, donde aprecié la seducción de los productos naturales y artesanales que conjugaban lo bello y lo útil.

En San Juan Chamelco conocí un  internado indígena, aprendí algunas palabras en la lengua kekchí y me acostumbré a que me llamaran señora madre (tut), porque habría sido insultante tratar a una vieja de 24 años (yo) como si no estuviera casada y con hijos. En San Pedro Carchá compartí camastro con un bondadoso alacrán que no me picó y finalmente, en la capital del estado, Cobán, recibí la noticia de que había llegado mi visado y podía viajar a México. Sería una estancia breve… a partir de junio de 1959.

Y aquí estoy. Pero esa es otra historia.