Historia de la Vida Cotidiana Textos, conferencias, entrevistas, investigaciones y más.
No me había ido tan mal durante la guerra, gracias al pueblo, mis amigos y la condescendencia de mi hermana que nunca me rechazó y siempre me amparó con su presencia y compañía. Al regresar a Madrid mis padres confirmaron su separación, que nunca fue legalizada, pero cumplieron, en relativa armonía, sin aparentes intentos de reconciliación. Mi madre, mi hermana y yo vivíamos en el barrio Chamberí, en un edificio de cuyos vecinos habría mucho que contar… y quizá lo haga algún día.
En el curso 1942-43 fui por primera vez a la escuela. Había aprendido a leer y al menos lo elemental de aritmética con el maestro de mi hermana, que se preparaba para ingresar al Bachillerato. Yo sólo estaba callada, escuchando lo que no me correspondía, pero entendiendo mucho más de lo que ellos creían. Supongo que eso me dio ventaja años después. Mi pequeño colegio era de unas monjas (de Cristo Rey) cuya orden nunca conocí con precisión, ni por supuesto, me importaba. Estaba muy cerca de nuestra casa. Durante los dos primeros años mi hermana iba al mismo colegio y nos hicimos amigas de unas hermanas que coincidían en los mismos cursos que nosotras. Tere, Luisa y Elena Nuez (“las nueces”) eran nuestras amigas. Luego mi madre consideró que era de más categoría un internado y así quedó mi hermana durante un año como interna en el colegio Véritas de la calle Españoleto, a poca distancia de nuestra casa. Era un colegio muy distinguido cuyas maestras eran también las que visitaban el palacio del Pardo e instruían a la hija de Franco. En años sucesivos ella siguió como externa en el mismo colegio.
Supongo que entonces se debilitó (porque nunca se rompió) el tenue lazo que nos había unido y quedamos como muy cordialmente distantes. Nunca volvimos a compartir amistades, ni apenas gustos en lectura y distracciones. Tampoco recuerdo ninguna disputa o desacuerdo. Cuando ella llegaba de vacaciones íbamos juntas al cine, que a mí me gustaba más que a ella, y comprábamos libros con las seis pesetas que mi padre me enviaba semanalmente desde Barcelona, donde él residía y trabajaba. No nos habría alcanzado en una librería, pero comprábamos (y pasábamos horas entretenidas revisando) libros, que se encontraban por la calle en puestos improvisados que los vendían a dos pesetas.
En esos puestos callejeros, en la calle Fuencarral, entre las glorietas de Bilbao y Quevedo, compré, conocí y me entusiasmó Amado Nervo. Conseguí reunir y leer varios de sus libros, así como memorizar fragmentos que todavía podría repetir. Mi favorito, hasta el entusiasmo Elevación. También disfruté, comenté y conté a quienes me escuchaban las escenas de las dos películas de Cantinflas que me entusiasmaron: “Los tres mosqueteros” y “Ahí está el detalle”. Por si fuera poco, ya en mi adolescencia, apareció un ídolo: Jorge Negrete. Y esas imágenes de la fotografía de Gabriel Figueroa que mostraban lo que sin duda era el paraíso: México.
En diciembre de 1946 murió mi padre, a quien trajeron en ambulancia para “formalizar” su vida familiar en sus últimos días. Me habían entregado calificaciones trimestrales que no me atrevía a enseñar a mi madre porque me habían reprobado en conducta. No sé por qué, supongo que por mi incapacidad de callar cuando algo no me parecía justo. Tenía mucho miedo a mi madre y pedí a mi padre que lo firmase él, que ya no tenía fuerzas para nada y me dijo que yo debía imitar su firma, que eso no era malo. Así lo hice. Más de una vez en mi vida he tenido que repetir mis pésimas imitaciones. Por suerte no he sido tan hábil que haya falsificado verdaderos documentos.
Por breve tiempo (entre mis 12 y 14 años) asistí yo también al distinguido colegio Véritas, pero por un desacuerdo de mi madre con las maestras (las teresianas de Poveda no eran o no querían que las llamásemos monjas) llegué al Instituto Lope de Vega a medio año del que era quinto de bachillerato. Tuve algunos excelentes maestros como Rafael Blanco, de literatura, “el señor Del Pan” de Ciencias y, el que dejó huella en mis recuerdos e influyó en mi futuro: Fernando Arranz, de Historia. En su libro (que no era de texto, pero él me regaló) hablaba de lo que la gente comía y bailaba, de lo que se vestía y cómo se viajaba… era la verdadera historia que nadie me había enseñado antes. Quizá imaginó que algún día estaría orgulloso de lo que arraigó en mí su idea de la verdadera historia a partir de aquel regalo.
Cuando tenía algún tiempo libre, los sábados, las vacaciones de verano, las tardes en que mis compañeras paseaban, yo estudiaba, imaginaba problemas en mi cabeza y leía literatura, historia, todo lo que había oído mencionar y lo que había visto en algún otro autor, lo que había quedado olvidado en las bibliotecas aunque no fuera políticamente correcto. Los calurosos veranos madrileños los disfrutaba en la Biblioteca Nacional.
Con 16 años, en 1951, terminé el Bachillerato e ingresé de inmediato en la Universidad que hoy se llama Complutense y por entonces era simplemente “la Central”.