Epidemias, salud pública y vida cotidiana
Ana María Carrillo
Facultad de Medicina, UNAM
Como historiadora de la salud pública, me he dedicado, sobre todo, a investigar las respuestas del Estado ante pandemias, epidemia y endemias; sin embargo, he buscado no desentenderme de la manera en que tanto los problemas colectivos de salud como las políticas sanitarias han afectado la vida de los ciudadanos. Esta preocupación se vio fortalecida desde que en 2008 tuve la oportunidad de ingresar al Seminario de la Vida Cotidiana de El Colegio de México, dirigido por la doctora Pilar Gonzalbo, quien ha sido para mí una maestra fuera de las aulas.
El del Seminario ha sido siempre un trabajo colegiado. Pilar Gonzalbo elegía un tema: el miedo, el amor, el honor… y proponía una bibliografía básica, luego enriquecida por el resto de miembros del Seminario. Esa era la invitación para echar a volar la imaginación, y elegir qué asunto sería el que trataríamos, tomando en cuenta ese tema general y nuestros intereses de estudio en particular. Las primeras sesiones eran dedicadas a revisar la bibliografía, y poco a poco íbamos incorporando nuestros textos: primero apuntes, esbozos, bocetos, que eran leídos con cuidado y severamente criticados por los otros miembros del seminario. Posteriormente, presentábamos los textos acabados en seminarios públicos, para recoger nuevas preguntas y apreciaciones, y sólo entonces los trabajos eran enviados a publicación, para ser evaluados por revisores anónimos, y recibidos por los lectores.
El primer tema sobre el que me tocó escribir fue el del miedo. Quedaba claro que no íbamos a tratar los miedos “naturales”, como el que se experimenta ante los terremotos o la muerte, sino el miedo socialmente manipulado. Elegí el tema del tifo y la campaña emprendida contra él durante el porfirismo. La enfermedad causaba miedo, sobre todo en tiempo de epidemias, porque no se conocía su causa ni su modo de trasmisión, y porque no había contra ella un tratamiento efectivo. Pero, a partir del último tercio del siglo XIX, ese miedo al tifo fue desplazado hacia el miedo a quienes lo padecían, que eran casi siempre los pobres. El padecimiento fue identificado con los barrios donde éstos vivían, lo que permitió justificar no sólo actitudes discriminatorias hacia los sectores menos favorecidos de la sociedad, sino también medidas sanitarias extremas –como la separación de familias y la destrucción de viviendas– las cuales condujeron a la reorganización urbana.
El siguiente tema propuesto fue el del amor, y encontrar su relación con la salud pública fue todo un reto. Pensé entonces en la eugenesia –pensamiento médico-higiénico cuyo propósito era mejorar las potencialidades genéticas del género humano–, y escribí sobre los argumentos con que varios miembros de la profesión médica, algunos de los cuales ocupaban puestos clave en la burocracia sanitaria del México posrevolucionario, intentaron dirigir el amor romántico –entendido como la elección de la pareja con base en las preferencias personales y la atracción sexual, y no en las obligaciones o conveniencias sociales–, hacia el amor a la patria y la descendencia, resumidos en el amor a la raza.
Llegó luego el turno del espacio, al que, siguiendo a Massey y Foucault, entendí como una geometría de poder. Decidí estudiar el Hospital Morelos que, entre 1868 y 1938 aisló contra su voluntad a las prostitutas enfermas, y fue al mismo tiempo prisión, escuela de higiene y de moral y centro de enseñanza y de experimentación médica. Pero intenté mostrar, asimismo, que las mujeres privadas de su libertad y arrancadas de su vida cotidiana no aceptaron de manera pasiva ese destino, sino que el Morelos fue también un espacio de resistencia y rebelión.
Para el tema de conflicto, negociación y resistencia, opté por investigar cómo las acciones de salud pública justificaron políticas de exclusión contra los chinos asentados en México, entre 1902 y 1932, año de su expulsión. Sin prueba alguna, los chinos y sus descendientes fueron asociados con la suciedad, la enfermedad y la degeneración, lo cual fue uno de los elementos que canalizó el enojo primero y el odio después hacia estos inmigrantes y sus familias, y fue sustento de prácticas de exclusión literal y simbólica.
El último libro en el que colaboré fue el que tenía por tema la historia y lo cotidiano. Utilizando como ejemplo la epidemia de cólera de 1849-1850, que llegó a México poco después de la guerra con Estados Unidos –la cual implicó la pérdida de más de la mitad del territorio nacional y causó un desánimo existencial–, busqué mostrar que las epidemias y pandemias son crisis relativamente cortas pero intensas, que alteran de muchas maneras la vida humana, y cuyo estudio abre caminos para entender la vida cotidiana de determinado lugar y época.
En la actualidad estoy reflexionando sobre la pandemia de Covid-19, que hizo que la población –profundamente afectada en su vida– buscara respuestas en la historia. También intento reconstruir la historia social de la campaña contra la poliomielitis en México, con especial atención a las vivencias de quienes la padecieron: cómo vivieron las barreras de las ciudades, los prejuicios sociales, la asistencia a las escuelas, la búsqueda de trabajos, el amor, las intervenciones médicas, la llegada de las vacunas… La idea es construir con esas memorias individuales de los afectados por la polio, una memoria colectiva. Un trabajo en el que resuena todo lo aprendido en el Seminario de la Vida Cotidiana de El Colegio de México.
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