Historia de la Vida Cotidiana
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La religión en la vida cotidiana. Antonio Rubial García.

La religión en la vida cotidiana.

Antonio Rubial García.

Hasta hace cincuenta años, los textos de historia se dedicaban a describir los grandes acontecimientos irrepetibles, transformadores y determinantes en la evolución de la humanidad. Además de que a menudo su acontecer cotidiano no quedó registrado por su irrelevancia, la vida cotidiana no era considerada de interés. Dicha actitud comenzó a cambiar a partir de los trabajos que se dedicaron a estudiar las mentalidades y a la nueva perspectiva propuesta por la historia cultural que ha insistido en la importancia del fenómeno comunicativo en la conformación de las sociedades.

En nuestro país, dichos estudios han estado muy vinculados con el seminario sobre vida cotidiana que la doctora Pilar Gonzalbo ha dirigido en el Colegio de México. Ella me invitó a participar como coordinador del volumen 2 de la colección La vida cotidiana en México que el Colegio de México y el Fondo de Cultura Económica publicaron en 2006 (con varia reediciones), colección que se ha convertido en un referente obligado sobre el tema. Después de esa experiencia, Pilar Gonzalbo ha inspirado varios de mis trabajos que se han visto enriquecidos con las publicaciones e intercambios que tanto ella como los colegas del seminario hemos compartido.

 De esta rica experiencia he aprendido que la vida cotidiana da continuidad seguridad y permanencia, permite la supervivencia en condiciones adversas y mantiene las identidades, pero también en ella se generan las rupturas, las transgresiones a la norma, las rebeldías. En las varias actividades realizadas por el seminario e inspiradas por Pilar Gonzalbo hemos mostrado que la vida cotidiana está determinada, tanto por nuestras necesidades fisiológicas y psicológicas, como por el género, la edad, la enfermedad y la muerte. Asimismo hemos insistido en que la cotidianidad se ve condicionada por los cambios climáticos, por el tránsito de las estaciones, por el paso entre el día y la noche y por todo aquello que exige al ser humano adaptarse a su medio ambiente. Aunque en apariencia la vida cotidiana transcurre monótona, regular, previsible y repetitiva su acontecer también se ve profundamente afectado por los cambios económicos y políticos, por los avances tecnológicos o por la imposición de nuevas ideologías.

Un tema esencial que está presente en los trabajos de Pilar Gonzalbo y en las actividades del seminario es el de los espacios en los que transcurre la cotidianidad: lo privado y lo público, lo doméstico y lo laboral, lo mundano y lo religioso, lo festivo y lo diario. En dichos espacios influyen tanto la materialidad (casa, vestido, comida, transporte, mercado) como lo intangible (normas, valores, prejuicios, creencias, símbolos y emociones); en ellos se generan prácticas y vínculos, amores y odios, convivencia pacífica y violencia.

Mi interés en el estudio de la vida cotidiana se ha centrado sobre todo en la religión, cuyo papel ha sido determinante, no sólo en la materialidad, sino sobre todo en el ámbito de lo simbólico e intangible. En épocas de profundos cambios (como en las guerras o las conquistas) el tranquilo fluir de la vida cotidiana has sido violentado y las prácticas, creencias y valores religiosos se han visto forzados a hacer adecuaciones y adaptaciones, rechazos y simbiósis.

Con la llegada de los europeos a América y con la imposición de sus valores, de la lengua castellana y de la religión cristiana, llegaban también los efectos de la revolución comunicativa que transformó la cultura occidental a partir del siglo XII. Dicha transformación se dio gracias a tres grandes síntesis: la jurídica, la teológica y la retórica. La primera, la sintesis jurídica, consolidó las redes sociales, base de todo sistema comunicativo, e implementó la imposición de un esquema coherente y ordenado que abarcó las monarquías, las instituciones eclesiásticas y la organización municipal de las ciudades. La segunda, la síntesis teológica, estructuró los mensajes religiosos a partir de un esquema filosófico basado en los postulados de Platón y Aristóteles y posibilitó la imposición de un programa dirigido a implantar el orden, el respeto a la jerarquía y la obediencia a la autoridad patriarcal. La tercera, la síntesis retórica, sistematizó el uso de los medios de difusión (sobre todo la fiesta, el teatro, el sermón y la imagen) y los convirtió en eficientes instrumentos didácticos de socialización y de control. La conjunción de redes, mensajes y medios implicó a emisores y receptores en una serie de valores incuestionables y absolutos. No es casual que la revolución comunicativa se diera en términos religiosos (pues este paradigma lo abarcaba todo), y que fuera su promotora la institución más eficientemente organizada: la Iglesia.

Esta institución tuvo un papel fundamental en la llamada conquista espiritual y en la implantación de la cultura occidental a las condiciones de los pueblos aborígenes de América. Ella fue también la encargada de hacer las adecuaciones del sistema comunicativo occidental a la realidad americana, adecuación que hubiera sido imposible sin la colaboración de los jóvenes indígenas adscritos a sus conventos. La efectividad de dicha trasmisión sólo fue posible, además, a partir de la apropiación y reinterpretación de sus mensajes por parte de los fieles y de la fluidez de la comunicación que tenía como su principal vehículo la lengua. La enorme diversidad lingüística del territorio y el conocimiento parcial y fragmentado que la mayoría de los ministros del evangelio tenía del idioma de sus feligreses, trajo como consecuencia una cristianización muy peculiar, más cargada hacia lo ritual y lo festivo, e hizo necesaria la continua intermediación de intérpretes y traductores.

Aunque hubo intentos por imponer el castellano como lengua básica de comunicación en las sociedades multiculturales americanas, fue ineludible permitir la permanencia de las lenguas aborígenes en los ámbitos rurales donde habitaba la mayor parte de la población. Esto no sucedió en cambio en los espacios urbanos, donde la convivencia de españoles, indios, africanos, asiáticos y mestizos obligó a imponer el castellano como intrumento de homologación.

Junto con la lengua, la religión se convirtió en el otro instrumento básico que permitió la cohesión de sociedades tan complejas y plurales, donde las solidaridades y las identidades provenían de un mundo fragmentado por las fidelidades familiares y corporativas; la religión era una de las pocas instancias de negociación permanente que facilitaba amalgamar esa diversidad. Junto con este carácter cohesionador, la religión fungía también como un importnate aparato coercitivo que imponía censuras y prohibiciones y perseguía a los disidentes.

Desde que salió publicado mi libro Monjas cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (México, Taurus, 2005) y a partir de la reedición de dicho texto ampliado en su versión en inglés (The new World´s Rome. Mexico City in the Age of Sor Juana, San Antonio Texas, CEPE-UNAM, 2021) mi interés se ha centrado en las experiencias religiosas de las ciudades novohispanas.  En un artículo recientemente aparecido en el libro coordinado por Concepción Company (Hablar y vivir en América, México, EL Colegio Nacional/UNAM/ 2023) he desarrollado dicho tema tomando en cuenta los tres espacios de convivencia religiosa: los templos, las plazas y los hogares. Los templos eran importantes centros de convivecia y socialización para los vivos y lugares de enterramiento para los difuntos. En ellos se celebraban las ceremonias que marcaban, con la presencia sonora de las campanas y con las misas, el ritmo de la vida cotidiana, la entronización de las autoridades, las celebraciones gozosas y fúnebres de unos reyes ausentes y el ciclo anual de las estaciones. 

Durante los sermones predicados en las fiestas, los fieles recibían, además de directrices morales y catequésis, noticias sobre lo que pasaba en Nueva España y el mundo, obtenían goce estético con la música y las artes visuales y se allegaban información sobre las novedades acontecidas en la vida de sus vecinos. Algunas iglesias muy especiales, las parroquias, eran las únicas autorizadas para administrar los sacramentos del bautizo y el matrimonio, para registrar a aquellos que los recibían y a los difuntos y para cobrar obvenciones por ese servicio. Por esta razón, las parroquias poseían los registros de población más fidedignos pues, desde finales del siglo XVII también comenzaron a llevar constancia de aquellos que recibían la confesión y la comunión una vez al año. Con ello quedaban al cuidado del clero los aspectos más importantes de la vida de los individuos (nacimiento, reproducción y muerte) y de la colectividad (las fiestas del calendario cristiano-cívico).

Estas últimas tenían como su principal espacio de expresión las calles y las plazas urbanas. La fiesta, que se convertía en un discurso de la jerarquización social y en una manifestación pública de la comunidad sacramental, era el espacio donde autoridades y corporaciones tenían su principal escenario de representación pública, en el cual podían mostrar su posición dentro del cuerpo social y hacer visible algo tan intangible como las instituciones. La importancia de la fiesta como intrumento de representación social explica también las grandes fortunas que se gastaban en ellas, al igual que la compleja organización que requerían. El mayor peso de los gastos recaía en las autoridades municipales, en las catedrales y en los conventos de religiosos y monjas, aunque la organización corría por cuenta de los llamados “diputados de las fiestas”.

Sin embargo, al ser un instrumento esencial para trasmitir mensajes teológicos y políticos, los miembros de la Iglesia mantuvieron en sus manos la estructuración de los mensajes que se emitían durante las celebraciones. Ellos ideaban los poemas, emblemas y jeroglíficos de los arcos triunfales que después los pintores plasmarían en sus lienzos. Ellos escribían autos sacramentales para enseñar cómo, gracias a la Eucaristía, el alma salía victoriosa después de un debate sobre su futuro entre la Fe, la Herejía y el Mal. Ellos ideaban los sermones y obras teatrales que narraban las vidas de los santos o los momentos cruciales de la pasión de Cristo. Eran igualmente esos letrados quienes participaban en los certámenes poéticos, concursos en los cuales clérigos y laicos se presentaban con elaborados versos construidos a partir de un tópico general. A ellos se debió también la impresión de los “triunfos” o relaciones, piezas literarias que dejaban memoria impresa de lo efímero, de los sermones, los certámenes y los autos representados, así como la descripción y explicación de los significados de sus arcos.

La fiesta, como reflejo de la sociedad, era un espacio con una doble connotación. Por un lado, las élites y las autoridades la veían como instrumento para mantener el orden y salvaguardar los valores tradicionales y religiosos; por el otro, la vivencia de las masas populares, movida por pasiones e instintos básicos, estaba dispuesta a salirse de lo establecido cuando se presentaba la ocasión. Así, la organización oficial de los festejos coexistía con la presencia de los vendedores que ofrecían sus mercancías a gritos, la de los ladrones que circulaban entre la muchedumbre limpiando los bolsillos de los embobados espectadores, la de la embriaguez, los desmanes y la juerga. La Iglesia permitía este desorden controlado, pero perseguía a aquellos que atentaban contra los dogmas de la fe o de la moral con sus discursos o con sus actos. Su castigo público también formaba parte de los aparatos festivos y recibía el nombre de “Auto de fe”.

La difusión de los mensajes teológicos y morales expresados en los templos y en las fiestas llegaron muy pronto a los hogares, espacios de convivencia y sincretismo de las diferentes tradiciones. Ahí, las imágenes, el poder de los santos cristianos y las jaculatorias dirigidas a ellos, compitieron con los remedios para obtener salud, fortuna o amor, con los amuletos y ensalmos que servían para alejar la enfermedad y el mal y con las prácticas adivinatorias y la magia erótica provenientes de las tradiciones nativas o africanas traidas por la partera, la nodriza, el esclavo y la sirvienta. Las mujeres de diferentes sectores sociales fueron las principales promotoras de esa religiosidad doméstica y sincrética. La separación que nosotros hacemos entre magia y religión no se aplicaba en un ámbito cotidiano en el que ambas formaban parte de un conjunto de prácticas que se complementaban mutuamente; como no eran excluyentes, lo único que se pedía de ellas era que funcionaran. Convivían así, en un mismo espacio, los ritos a antiguos dioses, el “ojo de venado”, el escapulario del Carmen, el ensalmo indígena, la “santería” negra, la jaculatoria cristiana y el culto a los santos.

Ese papel de la religión en la vida cotidiana está aún presente en muchas comunidades rurales y urbanas de nuestro país. Baste como muestra de ello la celebración de las fiestas de los santos en los diferentes barrios de nuestras ciudades, con sus ferias y sus conjuntos musicales, con su cierre de calles y sus excesos. Esa rica tradición lingüística, cultural y religiosa nacida en el siglo XVI la encontramos aún presente hasta nuestros días.