Retazos de una vida.
Cuarta parte

Si no viví intensamente el ambiente universitario, que ya iniciaba la efervescencia, fue por mi necesidad de trabajar.

Mi hermana había abandonado la universidad (como yo en la facultad de Filosofía y Letras) y la contrataron como mecanógrafa y luego secretaria bilingüe cuando pudo completar sus estudios con un viaje a Inglaterra. Mi madre me advirtió que yo también tendría que trabajar para mantenerme. No pensaba costear mis caprichos. Durante todos mis estudios tuve beca como huérfana y no pagaba matrícula porque mis calificaciones de excelencia me eximían del pago. Para aliviar lo que para mi madre era una carga, intenté compaginar mis estudios con alguna aportación a la economía familiar. Desde que tuve mi título de Bachiller daba clases particulares que me pagaban razonablemente bien y me mantenían ocupada algunos meses del año. No siempre tenía continuidad porque me contrataban sólo cuando las calificaciones parciales de mis potenciales pupilos mostraban algún rezago.

Mis compañeros participaban en manifestaciones contra el régimen represivo, el grupo de falangistas de la Centuria 20 se reconocía como el más eficiente opositor a la política del gobierno, ya orientada y acaso controlada por el Opus Dei; mis amigos cercanos formaron el grupo que se manifestó contra el ministro Ruiz Jiménez y entonces proporcioné alguna ayuda a mis compañeros golpeados en aquella manifestación… Pero nunca participé personalmente. El trabajo y el estudio absorbían toda mi atención y mi tiempo.

Ahorraba hasta el último céntimo (no se llamaban centavos). Caminaba para no pagar transporte, nunca comí en un restaurant ni siquiera me permitía bajar al bar de la Facultad. Colaboraba en la confección de mis vestidos, ayudaba en la casa para compensar a mi madre por el gasto que yo le ocasionaba. Pero mi situación se agravó cuando terminé la carrera y comencé a desempeñar los trabajos que podía conseguir y con los que mi madre no estaba de acuerdo. Lo peor, a su juicio, no es que no tuviera trabajo, sino que rechazaba los que a ella le habrían parecido aceptables. Hasta que no me soportó más y me hizo salir de casa. Sin hogar ni ingresos acepté un trabajo en el SEU (Sindicato Español Universitario) y durante un curso escolar viví una vida que no era la mía, no podía haber sido la mía, pero la asumo porque aprendí a ser tolerante, a comprender lo que otros nunca comprenden.

 

Nunca me pareció que mi vida fuera peor que otras y siempre encontré modo de disfrutar actividades gratuitas como las que organizaban los compañeros en lecturas literarias, las visitas a museos con mi credencial que me daba libre acceso, y algunos conciertos públicos, aunque nunca fui conocedora de ningún aspecto de la música: ni clásica ni moderna, ni culta ni popular. Como permanente herencia de mi infancia, mi oído, siempre deficiente, no me permitía disfrutarla.

Con 22 años, sin alojamiento, mi reciente título de Licenciada y por alguna recomendación que no sé si conocí, me contrataron en el elegante colegio de monjas de la Asunción. Me gustaba atender a varios grupos y combinar clases de geografía y de historia nacional y universal. Yo aprendía tanto como lo que enseñaba. Y ganaba lo suficiente para satisfacer las expectativas maternas. Tenía que cumplir la exigencia de dejar mis listas de calificaciones en un buzón que las monjas revisaban y así lo hacía, aunque me parecía algo humillante. Hasta que un día, ya muy cerca las calificaciones trimestrales, me llamaron para advertirme: “a Maribel Kindelán no se le puede reprobar”. Yo ignoraba la razón, pero tenía la mía para mantenerme firme. “Maribel Kindelán no estudia, no atiende y se burla de mis clases”.

No recuerdo otras palabras. Muy pocas, las últimas. No fue difícil conocer la razón de que Maribel fuera intocable: su abuelo, el general Kindelán, había sido jefe supremo de las fuerzas aéreas de Franco durante la guerra civil. Con la ayuda de la Legión Cóndor, proporcionada por Alemania y de los aviones italianos, dirigidos por Vittorio Mussolini, habían bombardeado las posiciones del gobierno de la república española y, con ellos, habían influido decisivamente en el triunfo del “nacionalsindicalismo”, que era la fachada teórica de ese fascismo de caricatura que fue la dictadura personal de Franco.

Ya no era tan inocente que no supiera cuánta injusticia, cuánta tragedia se ocultaban bajo la fachada gloriosa del “régimen”, bendecido por la Iglesia y ya reconocido por varios países que renunciaban al rechazo de casi una década. Y mi conciencia me decía que nunca podría vivir en paz si no la obedecía. Nunca regresé al colegio de la Asunción. Ni siquiera intenté cobrar la mensualidad que me adeudaban. Decidí borrar de mi memoria los meses pasados. También los años, quizá negaba toda mi vida.

De tanto borrar, me estaba quedando sin memoria. Mi pasado, en 1957, estaba dejando de existir.