Retazos de una vida.
Segunda parte

En Cestona, un antiguo y señorial balneario, se refugió mi madre, en 1937,  y allí pasaron mis años de infancia de los que ya tengo recuerdos. El primero es el de mi mejor amigo: Josechu “el de los mocos”. Era nieto de Bibiano, “el de las gallinas” y nos entreteníamos echándoles piedritas porque las migas de pan nos las comíamos nosotros. También por entonces, hablando en euskera, mi nombre quedó como Pilichu, o más bien “la Pilichu”, que ya castellanizado se convirtió en “la Pilito”, algo que sonaba bastante despectivo y nunca me gustó, pero todavía viven mis sobrinas que así me conocieron y así me recuerdan.

Mi hermana tenía cuatro años más que yo. Demasiados para acompañarme en mis aventuras y muy pocos para ser mi nana. Yo la admiré siempre pero no intenté imitarla nunca. Ella era guapa, ella era “popular” y simpática en cuanto tuvo oportunidad de demostrarlo. Sobra decir que yo era el contraste y nunca pretendí que fuera diferente. Siempre nos llevamos bien y ella me ayudó en momentos difíciles. Supongo que lo que nos separó o, más bien, lo que impidió que nuestra unión fuera completa fue que teníamos muy claro que ella era hija de mi madre y yo de mi padre. Pero él siempre estuvo lejos y ella cerca. Siempre en desacuerdo.

Aunque no me preocupaba ni siquiera lo pregunté, en Cestona había enemistades irreconciliables. Doña Dionisia la maestra tenía un retrato de Franco y la bandera roja y amarilla. Su único hijo, Álvaro, era falangista y enviaba noticias de las victorias de Franco. En cambio, Doña Consuelo, “la de Arín”, siempre estaba triste y a veces lloraba porque no tenía noticias de su marido, que auxiliaba a los heridos de guerra, pero del otro lado, con el gobierno legítimo, con los que, paso a paso, estaban perdiendo la guerra. Mi madre trataba bien a todos y ayudaba en cualquier situación. Ella era muy inteligente, hábil y capaz de mantener la serenidad en todas las situaciones. Era su forma de retribuir que la tuvieran como refugiada y la ayudasen con lo que podían.

 

En el departamento que rentamos había ratones, que me daban miedo. Los combatían los gatos, pero también me daban miedo los gatos (y cualquier animal). En Cestona, sin médicos ni medicinas, con el buen juicio de mi madre y la ayuda de los vecinos, sobreviví a todas las enfermedades infantiles. Las que quedaron pendientes las sufriría después de la guerra. Todas me dejaron huella, hasta el día de hoy.

Al conocer el fin de la guerra, en abril de 1939, mi madre compró una caja de galletas para celebrarlo. Yo estaba ansiosa por comer esas galletas “marías”, pero eran para invitar a los amigos… y eso fue lo que hice, aunque mi madre tuvo que echar a la calle a todos los chiquillos del pueblo que yo había invitado porque eran mis amigos. Me castigaron sin galletas.

 

Y, a fines de ese año, 1939, regresamos a Madrid y descubrí a mi padre.